Increíble pero cierto, ya pasaron más de 100 días desde que el Gobierno dispuso el estado de emergencia nacional y el aislamiento social obligatorio; lo que algunos expertos vienen llamando: “El Gran Encierro”. Lamentablemente, para nosotros los peruanos, los datos son dramáticos: millones de desempleados, una baja de 14 puntos en el PBI nacional según el FMI, más de cuarto de millón de contagiados y más de 25 mil fallecidos en las proyecciones más objetivas sobre el número real de muertos. Con tristeza y frustración, se debe admitir que, se viene escribiendo una nueva página de derrota nacional en nuestra historia republicana.
Como en toda guerra, ahora tratamos de buscar héroes y villanos. Muchos consideran que la responsabilidad de los contagios y muertes a causa del nuevo coronavirus COVID-19 en el Perú, son las personas que no acataron el aislamiento social obligatorio, un 75 por ciento de los peruanos tienen esa apreciación. El otro 30 por ciento considera que existe una responsabilidad del Estado y del Gobierno. Lo que sí está uniforme en las respuestas de la población sobre la gestión de la crisis, es que la cuarentena, por lo menos en su objetivo de impedir la masificación de los contagios, ha fracasado. La pregunta es: ¿por qué fracasó?
O, ¿por qué empezamos tan bien y acabamos tan mal? que me parece es una pregunta más realista y objetiva teniendo en cuenta la percepción positiva internacional y nacional por las medidas rápidas y oportunas dictadas por el Gobierno al inicio del estado de emergencia.
Martin Tanaka utiliza el ejemplo de la necrosis en los organismos vivos para graficar lo que ocurre en el Estado peruano: la falta de sangre en los órganos es similar a la ausencia del Estado y en algunos sectores. Tanaka explica “fallamos no tanto por la carencia de recursos o por su no-asignación, sino por la falta de reformas institucionales que permitan que fluyan a quienes realmente lo necesitan. Para esto, la reforma del Estado es la clave” (Tanaka, M. El Estado y necrosis. El Comercio. 2020). Entonces, intentando responder a la interrogante planteada supra, aquello que nos impidió acabar bien lo que empezamos bien: fueron los limites institucionales y estructurales del Estado, que existen mucho antes de la pandemia. O, si se quiere, el estado de abandono y putrefacción (necrosis) de algunos espacios del Estado, impidieron una respuesta adecuada ante la pandemia.
Posiblemente en el futuro se tenga mayor data y trabajos científicos sobre la derogación fáctica del Decreto Supremo 044-2020-PCM, pero, a priori, los datos que manejamos arrojan que 4 de cada 5 cinco peruanos son informales; lo que quiere decir que, su modus vivendi depende de la venta diaria de sus bienes o servicios. A ésta gravísima situación económica hay que añadir la situación social de la vivienda en el Perú. En el país más del 47 por ciento de hogares no cuenta con una refrigeradora para almacenar y mantener sus alimentos. Y, por si fuera poco, según la Encuesta Nacional de Hogares del 2019 el 11 por ciento de los pobres del país vive en un vivienda hacinada; lo que hace que para muchos la cuarentena haya sido una pesadilla.
A las condiciones socio-económicas mencionadas, debemos añadir dos limites estructurales adicionales: la gran brecha digital-financiera y la descentralización. La exministra de Estado Carolina Trivelli considera que “La vida de las personas en una situación de emergencia como la actual sería no solo más sencilla, sino más segura, con una inclusión financiera masiva”, y añade (…) podríamos mantener actividades comerciales sin contacto físico. Pero sobre todo tendríamos por defecto una conexión entre el Estado y el ciudadano, entre comprador y vendedor, entre empresa y trabajador, ágil, instantánea y sobre todo sin necesidad de contacto presencial e intercambio de billetes y monedas (Trivelli, C. Conexión mínima para atender la emergencia. El Comercio. 2020). Lo que afirma la economista es cierto y válido, y demuestra también la precariedad del neoliberalismo en el Perú que, como proyecto económico vigente no tuvo la voluntad de incluir digital y financieramente a los ciudadanos (¿quién es el responsable de la informalidad en el país?) como si ocurre en otros países con el mismo modelo de economía de mercado. Solo imaginar al Estado contar con las herramientas financieras y digitales modernas, el drama de las aglomeraciones y colas en los bancos jamás hubiera existido. Esto, no es responsabilidad del Gobierno.
El otro límite, la descentralización, ya venía golpeada por la corrupción, por la falta de capacidades técnicas para la administración pública y por un modelo político subnacional poco representativo. El estado de emergencia no hizo sino evidenciar la atomización del Estado y su incapacidad para coordinar entre sus instancias. A los gobiernos locales les dieron la tarea de repartir las canastas familiares, fiscalizar a los centros comerciales y el transporte público; y fallaron. De todos los límites estructurales que se pueden observar durante El Gran Encierro, la descentralización es la que más demostró su incapacidad ante la coyuntura histórica; como dicen: la descentralización está agotada.
Aceptar los límites que hemos detallado y que, por supuesto, no son lo únicos; permite entender que el Estado requiere una refundación. El Gran Encierro debe darnos como conclusión, al margen de su éxito o no en sus diferentes objetivos, la necesidad de hacer reposar el futuro del país en un nuevo contrato social.