El proceso electoral en curso es también escenario de una disputa por la hegemonía discursiva y por el manejo de una versión oficial de la historia reciente del país. Es el inicio de una reconfiguración del estado en un plano simbólico también, y el bicentenario de la independencia nacional se presta como marco para actualizar el relato nacional. Por ello es importante no alimentar las visiones escindidas, ni polarizadas de país, es cierto que atravesamos por una época que se ha llamado guerra interna, una etapa reciente de la historia en la que vivimos épocas de violencia y terrorismo. También es cierto que ello ha marcado al país al punto de que muchos científicos sociales describen el Perú como una sociedad de posguerra, con secuelas como tener un tejido social fracturado. Entonces, ahora que empiezan las campañas electorales, poco favor le hacen, sobre todo a la juventud, los troles que en redes sociales viralizan memes sobre el tiempo de la violencia, queriendo vincular esa época de terror a partidos o figuras políticas de izquierda hoy. Así por ejemplo, el terruqueo que se volvió común en el defenestrado parlamento, no debiera tener lugar entre los candidatos para esta nueva etapa, ya que estos discursos sólo generan antagonismos ahí donde debiera haber consensos. Hace unos días me conmovió un particular relato sobre esta época, del escritor Efraín Rojas, titulado Ayacucho, que cito en extenso: “Cuando llegué a esta cordillera hace más de veinte años, fue porque en mi colegio habían desaparecido cinco adolescentes, que se fueron “a servir a la patria” (en sus casa no había -seguramente-no había comida para la abundancia de hermanos que estos chicos tenían). Esos cinco muchachos fueron mis amigos, los amigos de guerra. Cuando consulté a las lágrimas que rodaban por el suelo del desierto piurano, cuando consulté a la transpiración de sus madres buscándolos, me dijeron: “se los llevó la leva, los tomaron con sus cuadernos retornando a casa, los cargaron los de la policía militar”. Desde ese día yo en mis cuadernos dibujaba con bolígrafos azules y rojos cordilleras y cerros, caminos, y también soldados y tanquetas groseras, ráfagas y aviones de guerra. Fue entonces que al revisar mis onomásticos pude saber que ya me faltaban dos para tener la mayoría de edad, la edad que necesitaba para subirme al árbol de un bus, a la fruta de un avión, al cigarrillo de un barco desde los puertos de mi amada tierra natal. Y cuando llegué a esta piedra de abismo, a este centro cosmogónico de nuestro origen andino, no supe otra cosa que quedarme para siempre a vivir, por aquel duelo… Entonces ha sido así, respetable amigo mío. Me quedé por ese duelo eterno de los muertos, de mis muertos y desaparecidos peruanos de la guerra, por mis cinco condiscípulos de un lejano colegio periférico que los trajeron por esta cordillera “a servir a la patria”, cuya bandera cuando la izaban, tenía como una palidez de lápiz sin punta, de tajador sin filo, de borrador mordido, la apariencia del hambre y la miseria, y el infinito mar de un enorme agujero de dolores y olvidos. Y ya en la residencia universitaria, una vez afincado como estudiante de antropología, algunas veces las asistentas de ese despacho me dijeron: “Hey usted que hace acá”, “tiene los ojos anochecidos”… ¿No tiene universidad tu pueblo? ¿Eres también un huérfano?… Y fue que comprendí los deterioros de estos claustros grandiosos por los cuales habían dado la vida Romero Pintado, Morote Best y Moya Bendezú, la triangulación más contundente en defensa de los derechos y la vida como del conocimiento universitario. En defensa de la dignidad humana, del dar, del reciprocar, esa suerte de panaca universitaria que se nos ha ido alejando, y que solo en los muros de piedra quedan, como sombras de opacidad, igual que la antigua higuera”.
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